Alguien cuenta que...
...algunos cuentos pueden ser contados.
Introduccion
En estas páginas encontrará algunos cuentos cortos y otros pequeños relatos. Espero que sean de su agrado.
DR.
miércoles, 29 de diciembre de 2010
Excursión
Allí estaba. Preguntándome que carajos hacía allí. Abrazado a una rama de un árbol a cuatro metros de altura. Con el “Sado”, el perro de la vieja Garrone, intentando atrapar mi pie colgante que, hacía de contrapeso, para mantener el equilibrio. El “Sado” era un can de raza, de varias razas, y combinaba lo más salvaje de todas. Su tamaño no era de destacar, aunque sus fuertes piernas, le permitirían competir en salto en alto, si tuviese algo de humano. Para hablar de su grado de peligrosidad, solo tengo que decirles, que no ladra. Mientras tanto, mis amigos, como fieles admiradores, me alientan desde el otro lado de la ligustrina. Reitero: ¿Qué hago yo acá?
sábado, 25 de diciembre de 2010
Oda a...
¿Abstracción o realidad? ¿Dónde ubicarte si pareces la línea que las divide? ¿Cómo pensarte si no te veo? ¿Cómo tocarte si estás tan cerca? Sin ti caminaría perdido, sin rumbo, iría a tientas por los senderos pantanosos. Golpeándome. Trastabillándome.
Pero estás aquí, junto a mí. Equipo perfecto. Armonía plena como el contorno de dos piezas de un rompecabezas de dos piezas. Foto partida. Cóncavo y convexo. Estructura vestida por la noche. Tu cielo negro con fugaces nubes canosas te presentan como eres. Oscura pero suave. Toco, casi acariciando, uno de tus dos pilares que, sabios, se apoyan en mí. Ser oscuro de alma transparente. A veces creo ver tus huesos a través del sol. Tus fracturas. Tus zonas oscuras. Todos las tenemos. Marcas tu territorio cuando pienso en mirar hacia otro lado. Haces notar tu ausencia.
Porque es verdad, juntos hemos tropezado. Conseguimos nuestras propias cicatrices con orgullo. Esas cicatrices que reparte como naipes el juego de la vida. Seguimos vivos y creyendo que estamos ganando.
miércoles, 22 de diciembre de 2010
Clásico
-”Yo no vi cómo fue el accidente oficial. Estaba de espaldas” -respondí.
Mi boca no se mueve pero mi mente es un hervidero de palabras. Me quedo callado y rememoro.
Desde que tengo memoria soy hincha de River Plate. Siempre me sentí cercano a la filosofía del buen juego antes que el resultado, pero no le resto importancia al mismo.
Conocí a Anibal hace diez años. Yo recién entraba a trabajar como empleado en la municipalidad. En ese mismo momento me di cuenta que ese hombre iba a terminar mal. Cuestión de piel. Su personalidad era conflictiva. Ya su corbata azul con pintitas amarillas delataba su férrea pasión bostera. Su camisa, excesivamente lavada, de color blanco amarillento pedía a gritos la jubilación y se quejaba por las manchas persistentes de mostaza sobre el pecho. Ademas, su panza, exhibía su ombligo por el espacio entre los botones, que, por sus acelerados movimientos, parecían capaces de generar un nuevo big-bang. Era desagradable en todos los aspectos. El único inconveniente es que era mi jefe.
El tipo obtuvo su puesto por antigüedad y resistencia, ya que tiene nula capacidad resolutiva, cero propuestas para optimizar el rendimiento del trabajo ni ganas de intentar nada. Era de la mala escuela de municipales. Cuando el reloj de personal marcaba las 15, él estaba presto a pasar la tarjeta.
En cambio yo aceptaba todas las horas extras que se ofrecían. No es que me guste este trabajo. De hecho lo aborrezco. Pero me da la seguridad para subsistir. De 7 a 15, trabajo y el resto del día, vivo.
El trabajo no es más que data entry. Dos palabras que pretenden tener mayor valor por el solo hecho de estar presentadas en ingles. Ingreso datos. Ingreso datos alfanuméricos, para ser precisos, en una de las ocho antiguas terminales IBM AS/400. A través de una escalera que rechina por el trabajo persistente de las termitas se accede al entre piso en el que trabajo. Tiene ocho boxes en línea y un pasillo del lado de la baranda. El quinto es el mío. Todos los días en mi cubículo de un metro cuadrado ingreso el número de expediente catastral que se digitalizará para facilitar el acceso de sus datos a todo contribuyente a través de Internet. Por lo menos así reza el eslogan estatal. Número de expediente, nombre del contribuyente, fecha de ingreso, observaciones y luego la tecla “ENTER”. Al comienzo ingresaba 70 expedientes por hora hasta que recibí un mensaje intimidatorio de alguno de los otros a través de la computadora. Entonces, bajé mi producción a la mitad y aun superaba por amplio margen el promedio de los demás. No eran competencia, de hecho la mayoría trabajaba a desgano. No los culpo. Seguro poseían otros talentos que no afloraban frente a la computadora. Anibal se la agarraba con alguno de ellos, me ponía de ejemplo deliberadamente y los restantes se reían dejando en evidencia la bronca del señalado. Siempre supe que esos comentarios eran una especie de burla cómplice con ellos. Se reían de mí.
Luego de una década, tengo cayos en los dedos, una incipiente joroba por la mala postura, dolores en la cintura y sufro de tendinitis crónica en ambas muñecas. No salió todo como esperaba. Salvo esto.
Era el domingo del clásico. Boca, en su primer ataque logra el gol. En ese momento identifiqué el síntoma de la desgracia. Aguantaron todo el partido los ataques de River. Dos pelotazos en los postes y uno en el travesaño. Todas las camisetas azules estaban defendiendo con uñas y dientes el uno a cero. Pero en el segundo tiempo llegó ese minuto fatal. Contra-ataque veloz, minuto cuarenta y siete. Dos a cero. Lapidario. Siento el silbato del referí como una aguja clavándose en mi cerebro. Mi vena en ese instante ya latía como un bombo. Tenía tanta rabia que ya me lo imaginaba. Yo, sentado frente a mi computadora, Anibal, con su ridículo sombrero de arlequín, bailando pesadamente detrás mío. Brazos extendidos y en movimiento. Sus dedos indice y medio de la mano izquierda señalando coreo-gráficamente los dos goles y con la derecha formando un circulo representando al cero. Su sonrisa de oso bobo que solo se modifica para cantarme sus cargadas. Sus torpes pies con la gracia de un elefante golpeteando el viejo piso de madera. Siempre que gana Boca, él, se pone denso como un agujero negro. Es así que me golpea la espalda con la cantidad de goles que nos hacen. Da un pasito para atrás, espera tres segundos y vuelve a empezar. Irritante.
Ese lunes fui temprano, pero no marque mi llegada, me arrodille sobre el piso de madera y saque dos clavos gruesos que sostenían uno de los lados de dos listones detrás de mi box. Era una broma pesada. Seguro se torcería el tobillo y no podría venir por una semana. Luego la victoria de Boca se reemplazaría por otra noticia. Era perfecto. Ya me estaba riendo mientras marcaba mi tarjeta. Mi plan se cumplió a la perfección. Exceptuando que cuando dio un paso hacia atrás, su excesivo peso provocó un movimiento no calculado por mí y, ademas de torcerse el tobillo, cayo pesadamente por la baranda, desnucándose contra el escritorio del piso inferior. No salió como pensaba, pero no lo lamento.
-"Lo lamento por su tendinitis" -me dice el oficial mientras me coloca unas frías y apretadas esposas. ¿Cómo puede ser que se haya enterado? -me pregunto. La única respuesta es que lo pensaba en voz alta. Miro al oficial y me confirma con un leve movimiento de cabeza. ¡Increíble! Iba a ser una broma perfecta. ¿Estupidez o ironía? Aunque si lo pienso bien, es lógico, un hincha de River traicionado por su boca.
miércoles, 15 de diciembre de 2010
Blanco y negro
Hasta ayer no hubiese pensado que tanta euforia, tanto placer, obtendría de semejante instrumento. Respuesta inmediata al tacto, sonido expresivo, dulce y profundo. Claro que tuve que estudiar diez años para darme cuenta. Diez benditos años odiando sus teclas de madera laqueada. El blanco y el negro dominaban mi visión. Hoy comprendo que no todo es blanco o negro. Hay matices en la vida. Ya casado y con descendencia, entendí a duros golpes que el mundo se compone de infinitos colores. Cada color tiene infinitas intensidades. Todos comprenden el sistema. Pero el piano no. Absolutismo puro, como mi padre. Para ese señor solo existían el blanco o el negro, el bien o el mal, la verdad o la mentira, el amor o el odio.
La regla de madera conserva el resquemor de mis nudillos marcado en su estructura. Eso lo nota solo alguien que conoce del tema. Beethoven también fue educado de la misma manera, aunque claro, pocos poseen su talento. Su padre lo obligó de niño a la perfección interpretativa. Imagino la rabia acumulada en Ludwig cuando su padre escudriñaba el movimiento de sus dedos. En mi caso, educaron mi oído para reconocer la interpretación musical en sus primeros compases. Mis dedos se agilizaron con el correr de los años.
La melodía de Chopin interpretándose a la perfección. Mi oído entrenado es muy critico. Tanto sacrificio, tanto mal humor, tanta rebeldía acallada por fin tendrían su recompensa. Los grabes suenan amables. Detecto una nota errónea. Sí, es solo una tecla que sonó despacio y breve pero no es excusa. ¿Pero cómo? ¿Es que nadie la notó? ¡Pobre de la persona presente que asiente sin entender! Snobismo puro. La interpretación mejora notablemente. Cierro los ojos y me dejo llevar. Conozco la melodía de memoria. Suena bien.
Antes no me convencía Chopin, pero hoy, sin embargo me emociono al interpretar su marcha fúnebre. Mi mentor, mi martirizador, mi origen, mi padre, yace en el cajón vestido de etiqueta. Como su vida, en blanco y negro.
miércoles, 8 de diciembre de 2010
Una eternidad
¡Un segundo para el usuario puede ser una eternidad! -dice Carlos, mi jefe. Soy programador. Conozco varios lenguajes pero me especializo en Perl. Modestamente, soy bastante bueno. Y, sin modestia, soy uno de los mejores. La empresa para la que trabajo desarrolla software para teléfonos móviles. Para ellos programo en Java. El juego tarda un poco en cargarse en el celular de prueba. Cinco segundos de más. El celular está mal -le digo a Carlos. Fue chequeado hace 15 días -me responde como si no supiera que en dos semanas de prueba tras prueba el sistema siempre se altera. Voy a demostrarle una vez más como se vuelve a configurar el teléfono. Aprovechando el acuerdo que tiene la empresa con la compañía telefónica, llamo y consigo un turno especial para dentro de 15 minutos. Carlos me dice algo pero justo suena la bocina del tren. Nuestra oficina esta pegada al cruce ferroviario y la campana ya nos tiene loco a todos. Pero nadie pide el traslado porque siempre el ruido es una buena excusa para los errores que provoca la pérdida de concentración. El silencio vuelve y escucho la palabra “eternidad”, así que puedo deducir la frase completa. Me río cruzando la mirada con mis compañeros. Así pasan los segundos, minuto a minuto, hora tras hora, día tras día.
¡Un segundo para el cliente puede ser una eternidad! -repetía insistentemente Carlos a Cesar mientras chequeaba cómo se ejecutaba su programa. Mis compañeros y yo creemos que no es más que una arenga capitalista. Porque eso no tiene sentido. Un segundo es un segundo. Nada más. Con ese criterio siempre perdemos el tiempo en todo momento. Si esperamos la luz verde del semáforo perdemos treinta segundos. Mientras esperamos el colectivo perdemos 600 con suerte. Y si en un vehículo vamos a la velocidad permitida... ni hablar. El tiempo subjetivo es relativo. Así es como -por ejemplo- una persona que se salva de un accidente dicen que ve pasar su vida en un segundo.
A veces -jugando mentalmente en la oficina- imagino cómo sería mi vida editada en ese segundo. Sería así: Un beso de mi madre. Un abrazo de mi padre. Los chicos de la salita naranja. Un abrazo con mi mejor amigo. El tobogán de la plaza. Mi primer computadora como regalo de navidad. Un juego de mesa rodeado de amigos del secundario. Mi primera novia. El primer beso. El momento que le pedí casamiento a mi mujer. Cuando dije sí en la iglesia. Mi mujer acercándose para el beso. Ya está. Son doce imágenes en 24 cuadros por segundo. Si la imaginación es gratis... ¿por qué no imaginarlo en formato de cine?
Dale apurate -me ordena Carlos mientras me da el celular- traelo como nuevo. El cruce lo conocemos de memoria. Suena la campana, esperamos, pasa el tren, cruzamos, una cuadra mas y allí esta el pequeño local oscuro del servicio técnico. A veces está bueno tomar un poco de aire fresco. Suena la campana, entonces espero, pasa el tren y cruzo. Escucho otra bocina larga, giro y me encuentro con el otro tren que viene por la segunda vía. Perplejo, solo atino a recordar la cara de Carlos diciéndome “un segundo puede ser una eternidad”.
miércoles, 1 de diciembre de 2010
El monstruo debajo de la cama
Noche extraña, de luna nueva, de calor seco. Silenciosa. Pacifica. Hasta los grillos descansan. Esto permite potenciar el sentido propio del oído. Tal es la ausencia de luz, que mis ojos parecen cerrados. Negro total. Nunca le temí a la oscuridad. Nunca tuve pesadillas. Mi infancia no fue la más alegre de todas, pero tampoco la más triste. No recuerdo situación alguna capaz de hacerme temblar. Mi mente siempre reprimía cualquier indicio que haga suponer la presencia del temor.
Sin embargo, esta noche, oigo en silencio mis latidos, con leve aceleración. Es la ansiedad. Permanezco quieto. Inhalo lentamente. No hago un solo ruido. Todo lo pienso. Mi mente, supongo, debe dominar mis latidos. Soy el dueño de mi cuerpo. El corazón está en mi cuerpo. Pero mi cuerpo piensa que no soy el dueño de mi corazón. Está con la mujer que amo y que siempre amaré. Por eso nos casamos. ¡Como me reía con ella! La aventura del noviazgo. Las escapadas. El crecer. Los proyectos. El crédito. Elegimos esta casa a pesar del chirrido del tercer escalón. Transitábamos la escalera y el detalle sonoro no me volvía loco. La compramos. Las peleas. Los reencuentros. Pero no pienso más. No esta noche que mi corazón parece desobedecerme. No quiero otorgarle tanto poder. Me concentro. Las clase de yoga. Inhalo. Exhalo. Inhalo. Exhalo. Mis sentidos se expanden.
Mi agudeza auditiva es tal que hasta oigo un lejano motor que se apaga. Unas llaves. Unos tacos sobre la escalera de madera. El tercer escalón siempre sonó así. Debo arreglarlo. La puerta se abre. Entra descalza. Se desnuda en la oscuridad. Lo sé porque oigo caer sus prendas. Él también entra descalzo. Se entrelazan. Lo sé porque oigo el rechinar de la madera tan cerca de mí como el repiqueteo de un martillo neumático sobre el asfalto en una mañana de resaca. Quiero pensar en otra cosa pero unas risas cómplices me traen a la realidad. Un revolver impaciente. Unos disparos. Y Hoy, justo hoy, en una noche pacífica, por el bien del amor eterno, debo ser el monstruo debajo de la cama.
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